Los ojos de su mano

L
Ilustración: Gonzalo León Báez. IG: @gonzalo_leon_baez

Mario Morenza

…la chica optó por su maltratado inglés: Please, take off my iron nails.

I

Apenas entró, la iluminación del Rosa del Desierto le raspó los ojos y le trajo a su memoria aquel curso de supervivencia en el que conoció los poderes alucinógenos del LSD. Sobre su espalda colgaba un desteñido bolso de universitario adicto al autostop. Nadie lo miró sentarse. Pidió una copa de vino.

A medida que el calidoscopio de luces le disminuía el coraje, su memoria era una ruleta de la fortuna que iba de uno a otro recuerdo, se cruzaba con nostalgias, deudas diplomáticas, misiones satisfactorias y de otras que preferiría borrar de sus expedientes. El aire acondicionado del local encarriló sus pensamientos a Groenlandia: sintió que le untaban un viento cristalizado, plegable, de gabardina húmeda. Agradeció el frío como un alma poseída por demonios arrabaleros ante un exorcismo express. En Groenlandia estuvo a punto de perder la vida. Secretamente quería brindar porque seguía vivo. De un tiempo para acá, no solo se conformaba con brindar, la meta era emborracharse porque seguía vivo. Los trámites para su jubilación estaban ya avanzados. La India era su despedida, más que una misión se lo tomó como un reconocimiento a su trayectoria.

El mesonero le trajo un brandy, bebida que le caía especialmente mal. Su hígado la aborrecía. Nuestro hombre tuvo que recurrir a la mímica para hacerse entender. El brandy era la bebida favorita de Jessica Loretta Smith, su exesposa.

Antes de entrar en el Rosa del Desierto, guardó un equipo que hacía pensar en una laptop para científicos gnomos. Le costó lograr la destreza mínima para manipular ese aparato tan pequeño, que se confundía con un celular. Sus dedos eran gruesos y esa fue la principal razón que lo hizo desertar de las clases de piano en su adolescencia. En la pantalla del artefacto bailaron dígitos que le indicaron coordenadas. Luego de esa coreografía de números, le bajó el telón a las cifras y cálculos con el botón off. Paso a paso lo guiaron por calles estrechas, exclusivas para desorientar a turistas occidentales. Eran más de las cinco de la tarde, pero los husos horarios se le habían mareado y sentía el jet lag con todo su peso. Necesitaba un trago para restablecer el equilibrio y ahuyentar la fatiga.

Se detuvo un rato frente al local. Miró la pared que le daba sombra a casi toda la calle de tierra. Por segundos no parpadeó, como si la sombra le cayera encima con la misma irregularidad de la pared. Su ensimismamiento se alineaba al del arqueólogo que busca un código oculto y gastronómico en los detalles de La última cena. La fachada alejaba cualquier sospecha de lo que era realmente el Rosa del Desierto. En la superficie solo descubrió un graffiti en árabe y una puerta de metal oxidado. Un galpón, un cementerio de carros, era más apropiado a juzgar por la decoración.

Y realmente fue algo así hace un tiempo, como informaron los agentes de turno en trabajos anteriores. Pero, debo tener presente que las investigaciones algunas veces se equivocan, como algunas cifras con su número (de baile) en la pantalla, y si no se equivocan también debemos tener presente que nunca se sabe con estos países tan volubles. «Si no hay puerta de hierro después de la puerta oxidada, estarás en el lugar equivocado», le habíamos advertido.

Su laptop archivaba fotos de calles. Parques. Mercados al aire libre. Rostros. Mujeres. Algunas sin mucha ropa. De pie, de espaldas. En jacuzzis. Sin bikini. Con vapores de sauna envolviéndolas. En azoteas con humos de parrillas. Acobijadas. Amordazadas. Chillando. Fotos de chicas abiertas hasta más no poder. Todo el material necesario para garantizarle el apoyo gráfico en la misión.

En el lupanar el idioma tasajeaba cualquier posibilidad de entendimiento. Nuestro hombre sabía francés, alemán, italiano y español. Los únicos dos agentes activos que hablaban hindú murieron en un atentado terrorista en Pakistán. Había un tercero que estaba en el módulo tres del curso Hindú sin barreras, pero con la mala suerte de que lo secuestraron en Irán y no hemos sabido nada de él hasta la fecha. Un caso delicado que se quedará así.

En el Rosa del Desierto los haces luminosos le rasguñaron el hipotálamo al hombre. Caminó entre nubes de vaho y gente. En el entarimado, una bailarina daba brincos elásticos en su show co-producido con una Echis carinatus, víbora con escamas aserradas que anida en sus cordales uno de los venenos más letales del mundo. No por casualidad The Echis carinatus Project es el nombre de las misiones de iniciación para las nuevas camadas de agentes en el desierto de Thar. El hombre durante el vuelo estuvo acompañado por varios de estos jóvenes. A su regreso nos confesó en su informe que sintió el trecho, el vértigo, generacional de un universitario al entrar a una guardería. Se comunicó poco con ellos. Le decían el abuelo. «Me siento orgulloso de la generación de relevo», con estas palabras el hombre cerraba su informe ya en suelo patrio.

El regente del lupanar sí entendió lo que decía, menos ese chiste malo sobre judíos. Señas y una paca de billetes sustituyeron políglotas de embajada. La reunión le aseguraría verla con rigor cronológico las cinco noches consecutivas. El regente fingió, con sus ademanes curtidos de proxeneta, una inédita solemnidad que simulaba cansancio y apatía a pletóricas peticiones. La recepción era su tarima: la arena de su espectáculo. Sus compañeras de escena: las cadenas aquilatadas en oro colgadas al cuello que le amputaban de doce a quince vellos diarios. Nuestro hombre se apoyó en el tapete y apuró un estrechamiento cultural y de manos. Consiguió un namaste y su nombre falso precedido por un reverencioso Shri.

Mirarse la cara o mirarse los gestos en la cara de los otros era la actividad más íntima y, de por sí, la más duplicada: en la quietud de la espera, en ese desteñido morral que acumula horas muertas, cualquier sustancia, materia o volumen, cualquier idea, sonido o genuflexión hipócrita es un espejo para cotejar nuestra lacerante ansiedad. El regente lucía una barba zopenca, con la textura de las que en años no han sido visitadas, cercenadas, corregidas, ciento por ciento afeitadas por tijeras, o navajas. El regente se desabotonaba la camisa con guasa de saberse invencible, midiendo su masculinidad con cada botón al aire, ladeado como la cabeza de un recién fusilado en un paredón cubano. Podría provocar una leve anorexia su actitud retorcida de quién claudica primero: si su pecho ante un asma irreversible o las turbinas que distribuían aire acondicionado a sótanos, habitaciones, baños y escaleras. Después de presenciar un duelo así, nadie con un mínimo de sensibilidad volvería a recuperar el apetito. Y el resultado iba a ser el esperado: el aire acondicionado no cedería ante el exhibicionismo de un energúmeno.

En el pecho del regente había un tatuaje. Eran unas piernas de mujer cuya falda se aireaba para hincarse con premura de cirujano a los suburbios de sus tetillas. Para añadir más afán de confrontación a su pecho y espalda, el primero lo tenía totalmente afeitado, a excepción del territorio de las piernas tatuadas, lo que la hacían ver peludas. Llevaba una chaqueta mostaza y en el dorso de esta, un estampado similar al de su tatuaje toráxico, pero de piernas con disciplinadas sesiones de spa y gym. Los empleados lucían una chaqueta con el mismo diseño, aunque menos glamorosa. Se trataba del Logo Oficial de Rosa del Desierto®.

«Tranquilo, amigo, siéntese. Cuando decida hablamos», dijo el regente como si se dirigiera a su mejor amigo del High School después de la tercera botella de whiskey.

En este punto de la historia, el hombre se pierde en una tolvanera de dialectos. Este enjambre vocal engrasa los rieles de la memoria para que esta se agite y entretenga en su actividad milenaria de recordar cosas. Vuelven las estaciones del pasado. Los paquetes de DHL infestados de ántrax por Centroamérica. El sabor ácido del LSD. Las siglas de la nación. El número de placa de su automóvil. Su password de correo electrónico. S.O.S. y diez siglas más. Cruzan ante él instrucciones invisibles de jefes. El curso intensivo de árabe que nunca aprobó. El regente notó el desajuste del hombre y puso su mejor cara para simular un inglés contaminado: «Tranquilo, amigo —muletilla de la que abusaba—, solo debe esperar un tiempo». Continuó con su sonrisa. Se sabía el monarca del lujo y la petulancia insufrible. Finalmente, su lengua se enredó como las piernas de su tatuaje.

  El catálogo presentaba en orden alfabético a todo el personal del departamento de servicios eróticos del Rosa del Desierto. Al lado derecho de las imágenes, se ubicaban las estadísticas de cada chica: altura, medidas, peso, nacionalidad, edad, lenguajes, hobbies, posiciones favoritas del Kama Sutra, años de experiencia, virtudes inconcebibles como «Amai sabe tocar el violín», «A Shifregly le gusta hacer performances de danza», «Andrea es latina y fue campeona del primer campeonato mundial de sargeo femenino», «Saril ha participado en 83 películas» y «Lakshmi es gimnasta profesional y te ofrece una demostración de parkour». Desconocía cómo era la chica que buscaba, pero, al pasar las tres primeras páginas del catálogo, presintió que no se decepcionaría al llegar al nombre de Tamil Nadu. Las estadísticas añadían fragor a la espera, a querer volver, una publicidad extravagante que además de homenajear la variedad de gustos apelaba a la inconformidad humana. Un panteón amazónico. El hombre sintió muy de cerca su niñez filatélica entre colecciones de barajitas de beisbol. Con dificultad pidió un cóctel. Fumó un cigarrillo. Encendió otro, y tres más. En lugar de coleccionar barajitas quería ahora coleccionar experiencias.

La chica que buscaba tenía nombre de ciudad. Su figura, con brazos en jarras, la asoció a la sobriedad de templos religiosos. En unas horas, descubriría que solo, de esa metáfora, en ella se alojaba la fragilidad de los vitrales. La emoción barroca le hizo chupar todo el cigarrillo y encender otro, como si con ese gesto apurara el tiempo.

La espera y el humo.

Mientras el hombre se arrellanaba en el sofá, el regente le inspeccionaba de manera explícita. Eran saludables los detalles precisos, sobre todo, para las oscilaciones cardíacas y económicas del regente: no había que descartar que de un momento a otro llegaran fiscales solicitando retratos hablados. Se dijo unas palabras que heredó de su padre junto con el Rosa del Desierto: «Hay que cuidarse las espaldas y el pecho. Uno nunca sabe quién es quién. Si van a atacar de frente o por detrás». El regente le atisbó al hombre una cicatriz en el mentón que podía resumir una vida de riesgos. «Cualquier turista occidental pocas veces traía algo bueno», se recordaba esto siempre que se topaba con uno. Su atención estaba contaminada de paranoia.

Tamil Nadu estuvo velada por una pared transparente, violácea, de Peep Show. Una sucesión de verbos resbalaron a la caja de su léxico multicultural. Ella parecía surgir de una pecera de remolachas licuadas. La danza de bienvenida. Espasmos de caderas. Contorsiones. «Tamil Nadu da clases de odissi chamma chamma erótico». Las paredes, los resquicios, la terracota, las coyunturas de las ventanas (cerradas), todos esos ángulos (cerrados, abiertos) fraguaban un espacio de pretextos para el aumento de tarifas. Tamil Nadu estaba a dos eslabones de una raza vertebrada. Su serotonina tiene calidad de exportación.

Supe que Tamil Nadu se excitaba comiendo trigo: ejemplo fiel de las capacidades de adaptación gastronómicas de un cuerpo acostumbrado y hecho para el disfrute. El cereal constituía el 60% de su dieta diaria. En diez años, probó carne en una ocasión, cuando, de un mordisco, le arrancó parte del miembro a un sobrepasado en acrobacias sexuales. Le suspendieron por un mes la ingestión de cualquier derivado del trigo. Rebajó diez libras. Su natural sumisión la llevó a aceptar dos visitas del sicalíptico, cortesía de la casa, sin contar la nueva sesión de fotos para el catálogo. El semi-castrado rechazó la indemnización. «Eso no me devolverá mi pedazo», algo así dijo.

Si la India era para nuestro hombre el país con la mayor cantidad de personas agachadas por cada cien de pie, registró un nuevo récord en aquella visita: las piernas de Tamil Nadu también eran las más largas y fuertes que lo habían atenazado.

Después de la segunda noche con Tamil, comprendió por qué era la preferida del hombre que perseguía (que buscaba o necesitaba liquidar). La tercera, la más desenfrenada y lujuriosa, al hombre le importó poco morir en una emboscada, atravesado por dagas, envenenado por variantes del plutonio o líquidos invisibles inoculados por monstruosas serpientes. Resaltaban en la habitación tonos mostazas y vinotintos, como si, combinados, lograran el mismo efecto estimulante de los negocios de comida rápida: una vez satisfecha la lujuria te quieres ir corriendo de allí como de los incómodos asientos de McDonald’s. En las paredes, cuenta el hombre en su informe, se veían fotografías de famosos abrazados con la mujer elegida. Atletas locales. Actores y actrices de Bollywood. Personajes toscos como sacados de algún ministerio asiático. Cubría una sola pared la fotografía de Berlusconi acompañado con media docena de chicas. El Logo Oficial de Rosa del Desierto® se estampaba en cada espacio posible. En los vasos. En la etiqueta de las cobijas y cubrecamas. En los jabones. En la alfombra. En el papel toilette. En una de las paredes se empotraba lo más repugnante en merchandise de La India: un cuadro que a primera vista parecía abstracto, pero una vez que te colocabas los lentes 3D, observabas el patalear de las recurrentes piernas.

Diez uñas postizas trazaron un indescifrable alfabeto: la espalda del hombre quedó marcada como un epígrafe sánscrito en el mármol. A la siguiente noche, el hombre le pediría mímicamente a Tamil Nadu que se despojara de las uñas postizas. La chica optó por su maltratado inglés: Please, take off my iron nails.

Cuando Tamil se arreglaba para la segunda sesión, el hombre abrió un gabinete. Saltó a su vista un lote de cremas capaces de lubricar el eje de una docena de camiones. Le untarían a él uno que olía a morinda citrifolia.

El hombre dormía hasta tarde para recuperarse de la misión nocturna. El día lo dedicaba a caminar por un laberinto de calles chatas, a ratos miserables y a ratos lujosas, calles sucias y lustradas. Sus ojos bebieron ávidamente la ciudad. En una ocasión, se encontró dando vueltas: una metáfora de sus misiones y memorias que volvían a divagar como si el piloto que les diera orden y progreso, de pronto, hubiera olvidado cómo detenerse. La venta de cobras disecadas le previno de marearse. Se topaba con ella por tercera vez. Compró una.

Hallar una cervecería le granjeó un racimo de callos y amplió sus juanetes. Llegó a una tasca o a algo que lo parecía. Los comensales se deslenguaban hablando. Ordenar una cerveza eslabonó más dificultades que la solución del teorema del binomio. Pidió una cerveza. El cantinero se enmudeció como si le hablaran repentinamente en chino en mitad del Shivaratri.

Le sirvió un brandy.

El hombre le explicó de nuevo. «No, un brandy, no. Una cerveza».

Un vodka hizo otro círculo de agua delante del hombre.

El hombre pensó que el cantinero, en muestra de bienvenida, le dibujaba el logo de los juegos olímpicos estampando culos de botellas. Vodka. Ron. Brandy. Whiskey. Sake. Cada bebida representaba un continente. Ya obstinado, buscó una cerveza en la mesa más cercana y, permisos aparte, la agarró soberbiamente, se la mostró al mesonero como un carnet de conducir a un fiscal de tránsito. Restituyó la cerveza a los comensales que de embriagados pasaron a atónitos. Nuestro hombre estaba obstinado de hacer de Marcel Marceau cada vez que le apremiaba comunicarse.

Bebió docenas de mililitros de alcohol. Simuló ver o pensar o escuchar. Se sintió vigilado y dejó una enésima botella a medio beber. Siguió haciendo de turista. La penúltima botella, vacía, la introdujo en su morral.

Caminó hacia el hotel. Pasó frente al Rosa del Desierto que, a esa hora, estaba tan cerrado como el tercer enigma de la virgen de Fátima. El sol avergonzaba las rasgaduras de la fachada incoherente. La noche traería letras de neón portentosas y bailes sugestivos detrás de esa pared. Siguió de turista hasta que la luz adoptó ese tinte orilla crepuscular, de pulpo, inconfundible, que desorienta depredadores en el océano, ese tinte inconfundible hasta en la más convulsionada represa.

Todos los días que siguieron al primero, se instaló en el lupanar dos horas antes de la cita con Tamil Nadu. Ese día no fue la excepción. Con gesto burocrático, extrajo de su morral la botella de cerveza que se embolsó en la tasca, y le indicó al mesonero que quería una así. (Un gemido de Tamil entre la rabia o el orgasmo, jamás los supo identificar. Una espalda rayada: la parodia de una línea crepuscular que le advertía la hora de regreso, como marcada por el filo de una hélice fugada de su avioneta.) Cuando faltaba poco, su cabeza se embalsamaba en las escenas carnales que se chapuzaban en el mar amarillo de su botella. Se adentró en ella. La penuria fermentada. Se contempló a sí mismo correr desaforadamente al ras del hielo que flotaba como el trozo de una embarcación, rasgando siete, nueve recuerdos. Siguió avanzando con pisadas firmes y veloces para no resbalarse, siguió avanzando hasta que, en esos recuerdos, se le coló su expedición a Groenlandia. Al borde de la capa de hielo, y con unas ganas irreprimibles de lanzarse a ese mar amarillo, daltónico, el vértigo se le clavó en la tripas y, ayudado por un espejo, inspeccionó la calcomanía que identificaba la cerveza que se levantaba como un sol de aluminio delante de sí. El hombre se disolvía en un sorbo fondo blanco. Brindaba porque seguía vivo.

El humo.

El hombre guardaba los anillos celosamente. Prefería llevarlos en una de esas bolsita de lana especialmente fabricadas para recolectar muestras de rocas para clases de Geología. Nadie se metería con él en un país donde la Ley es extrema y el robo penalizado con mutilaciones.

El primer anillo se lo dio la segunda noche, después de la segunda sesión. Él le dijo a Tamil una frase digna de telenovela chicana: For take me to the sky. Lo único que entendió Tamil es que le regalaban el anillo y querían darle vueltas como a una tortilla durante dos horas por tres noches consecutivas. Le dejaron las nalgas como recién inyectadas de ketchup. Cuando descansaron, él le explicó mímicamente el significado de aquella frase tan cursi. A ella se le iluminaron los ojos y le contó la historia de los vimanas, antiguas máquinas voladoras de La India, que usaban algas como combustible. Su pueblo viajaba en ellas por los aires y hacia otras galaxias. «¿De dónde sacaste esa historia?», preguntó animado nuestro hombre. Tamil abandonó la cama, caminó con las pausas y ademanes de una modelo en una pasarela de Milán, buscó en su bolso un libro y se lo mostró. «¡Erich von Daniken!», exclamó el hombre. Tamil Nadu sonrió y lo abrazó por el torso. El hombre quiso decirle que lo había conocido en un viaje de trabajo y que, de hecho, había colaborado con él en una misión junto a Frederick Forsyth para derrocar a Francisco Macias Nguema en Guinea Ecuatorial. Quería decirle todo eso y más. Pero optó por la discreción del abrazo y la complicidad de un silencio forjado por las barreras del idioma: una relación en la que ambos habían emitido más gemidos que sílabas de algún alfabeto conocido.

Tamil Nadu recibió el segundo y tercer anillo el tercer y cuarto día respectivamente. Se los colocaba con la misma inseguridad de cuando asistió por primera vez al festival Vasant Panchamí, y tuvo que ponerse un sari amarillo que su misma madre le había tejido para la ocasión.

El cuarto y el quinto anillo no le provocaron sorpresas. Tamil y sus dos velocidades: la experiencia la ha obligado a trabajar con la ternura de una doncella y la agresividad de una fiera en cautiverio. Cambiaba de carácter en el lecho con la facilidad con que se desgarraba un sari europeizado o alternaba bruscos movimientos de cintura (cuando danzaba). A juzgar por sus quiebres, no debía tener más de tres costillas. Cuando el hombre intentó decirle que se marchaba y jamás volvería, Tamil recuperó la misma cara cuando, en su niñez, vio cómo destripaban vacas en la televisión. Su padre había construido una antena que captaba señales extranjeras. En ella a veces se colaban escenas censurables para ellos.

El decorado de la habitación de turno hizo menos traumática la despedida. Era azul completamente. Las paredes acolchadas. Almohadas que simulaban nubes y tan infladas de plumas que parecían diseñadas por Botero para sus gordas.

Esa última noche, nuestro hombre le obsequió el par de anillos restante. En una servilletita dibujó un avión y un garabato que intentó ser la silueta de un país. Para aprovecharse del decorado, pensó escribirle: Thanks, for take me to the sky. El hombre nunca supo si la reacción facial de Tamil Nadu se debió a que no recibiría más anillos o empezaba a enamorarse de él. Siempre ha preferido la última opción: la conquista de una mujer de la vida auspiciada por el Estado. Tamil pensaría que el hombre era dueño de una joyería o las asaltaba a menudo. Él se dejó galvanizar el nervio intangible del alma. Esa noche, ambos cuerpos hicieron que la revista Playboy pareciera un folletín de Disney.

Tamil Nadu le dibujó en la agenda de él un vimana con la tinta roja que usaba para dibujarse su bindi en medio de la frente.

Al día siguiente en el aeropuerto, el hombre tuvo problemas en la aduana para explicar qué hacía en su maleta una cobra disecada.

Ya en su asiento, le sorprendió leer en el periódico Navbharat Times, una noticia relacionada con su amigo Frederick Forsyth, testigo del asesinato de Joao Bernardo Viera, presidente de Guinea Bissau. El autor de Odessa declaró: «Fueron a su residencia, lanzaron una bomba por la ventana que le hirió, pero no lo mató. El techo se hundió, y eso lo hirió, pero tampoco lo mató. Salió a duras penas de las ruinas y le dispararon. Pero aún no moría. Lo llevaron a casa de su suegra y ahí sí lo despedazaron a machetazos». Frederick concluía la entrevista con estas palabras: «Puedo asegurarles que no tengo nada que ver con el golpe de Estado».

II

Los dedos barrieron una superficie brumosa. Luego se unieron ante algo que parecía un vestido. No. Era una cortina. Un espejo la dejó ver medio cubierta, medio desnuda. Se acercaron a los pies y desprendieron una correa de sus zapatillas. Su otra mano se acercó y ensombreció la perspectiva de la cámara uno. Se fue quitando los anillos. Los desamparó al borde de la cama como pequeños insectos polifemos. Aplicó a esta tarea su falsa soltura de abandonar y ser esperada por lo abandonado. Fue la primera vez que nuestro hombre la vio desde nuestro continente. A once, doce, trece mil millas de distancia, veía detalladamente lo que ella tocaba, acariciaba o cacheteaba, lo que ella apretaba, soltaba o agarraba. Deseó que el cuarto estuviera empastado de espejos.

Cuando Tamil Nadu salió del baño, el hombre la observó observar los anillos, quintuplicada una semana después de la primera noche. Cada ángulo era una mujer distinta, hecha de polvos de azafrán, miel, paños, recuerdos y Ganges. Le dolió en cada parte de su cuerpo. De cerca, abrazarla sin un previo ritual, era la violencia pura. Ahora Tamil Nadu era algo que siempre ocurría en el pasado para nuestro hombre, aunque la estuviéramos observando en vivo y directo, gracias a los anillos. Lo consoló palpar el monitor. Dedujo encontrarse justo en la franja entre la distancia y el contacto. Jamás regresaría. Los pilotos de su memoria se declararon en huelga. (En el crepúsculo de la agonía, del orgasmo, del hielo, de la cerveza, una línea desigual en la espalda asumía su naturaleza deleznable y caótica: la hora del regreso.).

De la segunda a la tercera noche en La India, le comunicaron al hombre que el anillo transmitía perfectamente todas las imágenes, que su equipo de béisbol había ganado la serie contra Boston y que en dos semanas estrenarían la nueva temporada de su sitcom favorito en el primetime.

El sujeto que monitoreaba la transmisión de los anillos fue expulsado. Posiblemente desaparecido. No me gusta enterarme de todo lo que pasa aquí. Yo le sustituiré temporalmente hasta que consigamos a otro. El monitoreador le vendió al hombre la totalidad de lo grabado durante su semana en La India y dos semanas más. Tres semanas. Quinientas horas de video. El precio de cada DVD equivalía a la de una película porno usada. El hombre, en cambio, nunca supo cuándo comenzaron a rastrear al perseguido. El saber podía implicarlo en situaciones desventajosas, o comprometidas preferiría decir. Prefiero decir. En dos años le daríamos la jubilación. Las grabaciones del hombre no eran nada importantes (o, por lo menos, las grabaciones en las que él estaba grabado. A decir verdad, eran patéticas. Todo comenzó a ser importante al concretar su misión. Preciso: cuando encajó el quinto anillo en el pulgar de Tamil Nadu y, sentado en el avión, igualmente, se encajó los audífonos que, como mangueras hidráulicas, le llenaron el cerebro de Liszt).

El hombre llegaba a la sede dos horas previas a su horario. Pasaba por el centro de monitoreo global: una gran sala que abarca un piso (de los subterráneos). Se deslizaba hasta allí con las credenciales y canas que le conferían sus años de servicio. Y siempre, bajo la manga, la vulgar excusa, ya sudada (¿cuál excusa no?), de un café: «Los del sótano son mejores, más cerca del infierno», decía a sus compañeros. Luego, iniciaba su perorata de chistes malos para calmar los nervios que la cafeína no encarrilaba en los primeros sorbos. Así estuvo semanas: revisando husos horarios, restando y sumando horas GMT. Al que buscaban, o quizá habrían liquidado, visitó a Tamil Nadu un martes o un miércoles después del regreso triunfal y viril del hombre. Eso escuchó (escuchamos) decir. Nunca presenciamos esas operaciones ante el monitor. Y a mí no me gusta enterarme de todo lo que aquí pasa.

Una tarde, a dos cuadras de su apartamento, el hombre vio al otro lado de la acera a dos jóvenes con la chaqueta del Rosa del Desierto. Así lo creyó. A él le hemos dado muchos beneficios, entre ellos el de la duda. Los persiguió por dos horas. La miopía, agudizada en el último invierno, lo alentó a acercárseles. Los jóvenes ingresaron a un local que parecía un restaurant de comida iraní. El hombre no encontró un pretexto convincente para que lo dejasen entrar. Por alguna razón que no supo explicar, unos vigilantes le prohibieron el paso.

El hombre pasó largas horas postrado en su puff. Absorto. Se miraba así mismo pixelado en la pantalla de su televisor. Se veía actuar frente a Tamil Nadu en un paroxismo que se debatía entre dos categorías posibles: lo hard narciso y lo less hard narciso, un paroxismo corporal lleno de miserias y, sobre todo, lleno de humos. Le salió una ampolla en la mano de tanto oprimir stop, pause y play. Para regular su vanidad bebía dosis adecuadas de su cerveza favorita, a la que su esófago, paladar y tráquea estaban acostumbrados. También su lengua a pronunciar y pedir. La miró de frente y poco a poco se adentró en ese mar amarillo y gaseoso. La espuma le saltó a la cara. Sus rodillas rasparon el suelo y revolvieron siglas intimidantes que pasaron a Sopa de Letras. Un bache. En los ríos del Amazonas los hay, como si fuera una carretera Panamericana líquida. Otro bache. El hombre maneja una lancha a toda velocidad, la aguja de las millas casi da la vuelta. Se lanza a esas aguas amarillas. Río adentro, nada, patalea. Siente el fragor compungido de la corriente. De un continente, preferiría decir. Prefiero decir. La lancha se estrella contra un islote. Una gran explosión. El hombre flota. En su mentón aparece una herida por la que brota sangre que en el río se diluye y desaparece. Una herida que resumirá una vida de riesgos. No importa. Misión cumplida. Su misión más peligrosa. El cuartel «secreto» de ese grupito guerrillero estaba desmantelado.

Un día, las cinco cámaras grababan lugares distintos y distantes. Había una carretera. Había una calle comercial por la que pasaban carros y, sobre todo, pasaban bicicletas. La del pulgar mostraba un cielo nebuloso, cenizo, ese lo recordamos bien. Las del meñique y anular no funcionaban. Fue entonces que el hombre comprendió que ya debía retirarse.

Incluido en:

Pasillos de mi memoria ajena

(Morenza, 2007)

De qué va el cuento. Antología del relato venezolano 2000-2012

(compilación y estudio preliminar a cargo de Carlos Sandoval, 2013)

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