Daniel Sibaja
Mérida. Yucatan. México
Cuento ganador del Primer Concurso de Cuentos de Corrección Perpetuum, Escuela de Escritores de Caracas en 2022
Me gustaría deshacerme de las ilusiones. Sin embargo, hoy vivo entre el aburrimiento y la vergüenza de pertenecer a un género animal como el ser humano.
Leonora Carrington
Yo no sé por qué, pero Samantha Dublin intentó verse natural, aunque le habían crecido un par de branquias.
Ella lo repasaba dos veces antes de responderse a sí misma, la palabra humano se fue perdiendo. Desde su escritorio, todos los días lo apreció: la blancura de su galleta bañada en chocolate que la devolvían al suelo firme. Después recordaba, pues acordarse también suele ser de personas comunes, a todos aquellos que se fueron sin decir adiós, a los que ya no frecuentaba, o a los que se irían; y entonces, en esa sonrisa de todos los días, apareció un hueco emocional que decidió llamar un descontrol en la “superficie”. Hasta ese momento, puede señalarse y usted lo comprenderá, la Emérita se había convertido en un refugio sólo de humanos. Sus áreas de trabajo quedaron a las afueras del periférico y el entretenimiento habitual se convirtió en ver cómo la gente se tira de los puentes y cómo la ciudad se hacía cada vez más grande, espaciosa, una plancha de concreto interminable.
Samantha Dublin apuntaba los quehaceres en la pantalla de su iPad, con la pluma de tacto golpeándolo contra el vidrio. Delante de sí, lo vimos y nos consta, los post-it de colores iluminaron una pared oscura, brumosa, extensa. “Así me siento a veces, cuando los días se ponen turbios”, me confesó en el almuerzo, porque la perfección fue su peor enemigo y su ansiedad se escondía a la vuelta de la esquina. Lo sintió poco a poco, que las escamas invadían su espalda. No soportó la comezón y su chamarra de mezclilla las ocultó por semanas. Intentaba calmarse cuando la jefa le pedía los materiales lo más rápido posible, los que ella tecleaba con sus dedos de humano; ella conversaba contenta y su voz era humana; me respondía con sus dientes de conejo cuando aventaba una que otra mueca y sus lentes de aviador agrandaban sus pupilas; finalmente, lo observamos, movía los pies humanos y repetía el ritmo de la música que Stella Dudko iba escogiendo.
―¿Qué quieres escuchar hoy? ―la taza de té en porcelana de Samantha Dublin empezaba a sacar humos con el ardor de la bebida, Stella, mirándola sin mirarla, adivinaba―: apuesto que tienes ganas de escuchar las canciones del siglo pasado. ¿Ya escuchaste esta?
―Sí, deja esa, bueno, no, o sea no sé su nombre, pero está buena. Déjala ―respondía Sam, con el calor en el estómago, cuando el agua del té llegaba hasta la parte de su ombligo―. Tengo muchas ganas de comer otra cosa.
―Deberíamos ir por una pizza del 7-eleven. Dejar los rollitos de arroz un día de estos.
―Las pizzas están buenas, mejor que el ramen instantáneo. Las de por mi casa, que tienen la masa más suave, son exquisitas. Pero los rollitos de arroz son irresistibles.
―Aquí no hay de esas pizzas y los rollitos han perdido sabor.
Stella Dudko tenía el cuerpo lleno de dibujos que parecían un conjunto de astros, así lo anotó Samantha en su iPad, cuando por la noche intentaba escribir algunos recuerdos felices del día. No hay que dudarlo, con Stella se encontraba segura, porque ella entendía qué significaba traer otra piel sobre la piel, y lo mal que se siente cuando te juzgan por apariencias, pues un tatuaje o una escama se asimilan por igual como lo hacen los Guramis.
―¿Y si escuchamos canciones de Takeuchi o de Tomoko?
―Sí, ponlas, ponlas. ¿Puedes pasarme la salsa teriyaki para el arroz?
Ambas planeaban siempre acabar con sus pendientes los fines de semana, ordenando una pizza mejor que las de los establecimientos 24/7. Sam, cuando hablaba con su amiga, se olvidaba de las dos branquias que le salían detrás de las orejas.
Para no estancarse en su ansiedad, en sus bajones inesperados, Samantha Dublin iba de cuando en cuando al baño y se miraba al espejo: “Esa que veo soy yo, soy yo, o ¿seré otra?, no, soy yo”, se decía en voz baja. Miraba en los hoyuelos de su sonrisa un hexágono perfecto, el cual se trazaba al estirar la boca completamente. Miraba también su lunar acercándose al ojo izquierdo. “Por lo menos esto no lo he perdido”.
Cuando volvía a su lugar en el escritorio, el trabajo y la oficina se convertían en una pecera. Apenas oía las palabras del profesor de literatura fallecido el verano pasado, o los trenes a miniatura de su abuelo, el llanto perdido de una amiga, o de ella misma en su cuarto una tarde fría de enero.
Esas dos branquias, sí, aparecieron sin darse cuenta. A veces temía dejar de respirar en la superficie, porque el trabajo había revuelto el oxígeno y el aire sólo le alborotaba los cabellos. Nadie de la oficina se lo imaginó: qué se siente perder la respiración. ¿Tranquilidad?, ¿Desesperación?, ¿Vacío? Tal vez.
Durante una fiesta de pijamas en casa de Samantha Dublin, Stella decidió husmear entre los cajones de la habitación. Ella esperaba encontrar alguna declaración de amor secreto. Sin embargo, la correspondencia era distinta entre los anfibios pues las emociones varían según la especie a la que específicamente perteneces.
Stella Dudko era de las que tiran el anzuelo con sanguijuelas. Echaba la carnada al agua y se quedaba esperando. De frente suyo, la noche por la ventana pero su mirada fijamente recorriendo el cuerpo de Samantha mientras dormía. Stella se entristeció, pues las diferencias comenzaron a ser muy escabrosas. “Esto sólo es pasajero”, pensaba, “el cariño de los peces es demasiado frío”. Es cierto, necesitarías un filtro para oxigenar su vida artificial (a fin de cuentas) antes de que la claustrofobia le diera dolores psicosomáticos. ¿A quién acudir para curar aquel dolor?, y, ¿por qué las piernas de Samantha seguían sobre la tierra? Esto que sucede a menudo suele ser un tachón depresivo. Stella tomó esa noche sus cosas antes de irse, no sin antes robarse las bragas de Sam y una fotografía de ella en Disneylandia con sus padres.
Esa fue la última vez que supimos de Stella Dudko. De su música de fondo y sus palabras orgánicas, lentas, como de órgano y saxofón. Stella se fue, todos en la oficina fingimos no saber las razones, pero ni siquiera lo charlamos entre sí a manera de broma. Lo único que dejó, y esto lo sabemos gracias a Samantha, cuando el lunes por la mañana se durmió sollozando, fue una simple carta. El texto con las últimas palabras de Stella Dudko crujía en el bolsillo de Sam, y ella se apresuró a leerlo en paz, en silencio. Fue delicioso, una vez más y para sí, su caligrafía y su tinta morada.
Linda Sam ―decía la carta―. De las fotografías te privaste y de los rollitos de arroz con salsa de teriyaki que tanto te gustaban; diste en el blanco, lo intuiste dos veces y las dos lo negaste; te nombraste Desalmada, Quiebra, Anfibia, bajaste las expectativas y el olvido fue aproximándose a tu interior, saludaste a los que pasaban por las calles de la Emérita y compartiste tu agua con fideos. Eso es lo que más me gusta de ti. Multiplicaste los besos de pico accidentales, luego, los diste sin estímulos; la regadera de tan hervida casi te quita las escamas.
Contigo mis gatos estarán bien. No les pasará nada, no les gusta el pescado por alguna razón, o a lo mejor te reconocen. Me voy lejos porque mis padres quieren asesinarme. Gozaste de la comida rápida y de las bebidas calientes que te ofrecía; de los roces de piel y de las palabras al oído, llegaste a escuchar voces, a ver muertos en la luz de los pasillos y de las Iglesias; hiciste junto conmigo una lumbre de hierbas (te cubrías por la noche el sexo con una mano y los ojos con la otra); rechazaste tus sentidos de humano y viste el azul de un siempre-verde; a quien no viste es a mí, tu Stella, ni sabrás qué de mí habrá sido mañana, pero no apartarás completamente de mi regazo la cabeza, será tu único recuerdo, más punzante que los alfileres, mirándome, revolviéndote las entrañas y el aire en los pulmones, enterrada en tu corazón como un anzuelo. Y sin pedirlo, ya lo siento, la herida se está abriendo con lentitud desde hace un par de meses, tú, en cambio, huiste de la verdad.
No abandones la esperanza por completo, a pesar del horror de tus condiciones. Estoy utilizando toda mi capacidad imaginativa para pensar que de nuevo serás libre y regresarás a la normalidad.
Afectuosa, como siempre, Stella Dudko.
Días después, el cuerpo de Stella fue encontrado debajo de una torre de luz. A pesar de los intentos de su rescate, videos se difundieron por internet convirtiéndola en un espectáculo. Por eso, tú entenderás, como nosotros en pleno horario de trabajo, que esto no fue suficiente para detener lo inevitable. Samantha recibió una llamada de la policía, ya que habían encontrado una última grabación con la voz de Stella. No he querido decírtelo, pero ellos me han utilizado como sacrificio, aún así no soy nadie y no les importo, Sam atendía la llamada con atención y nerviosismo, los gatos de Stella alrededor suyo subían por sus piernas; rasgaban, ligeros, su regazo y sus rodillas, los brazos cortados y la espalda con escamas. Estoy aquí arriba, Sam, con mis pies sobre la torre; siento el aire de la tarde y estoy viendo a los pájaros pasar como si nada; ellos vienen y van, hacia los árboles de tu patio, temblor en el cuerpo de Sam, que lloraba sobre el escritorio; temblor en la cara, en los dientes y los gatos volviéndola a rasguñar; dolor en los tímpanos, Samantha aferrada al teléfono y la voz de Stella que fue un incendio. Quisiera que estés aquí, mis padres no; quisiera que tú vengas para decirme que no muera, los latidos cada vez más fuertes, la sangre fluyó y las escamas invadieron con lentitud la piel. Sus pies fueron uniéndose, las manos se convirtieron en aletas y los dientes se afilaron. El daño está hecho, lo haré, tengo los pies en la orilla, el aire me asfixia y pesa; y el sol que me prepara, así, sin más, para caer. Sin pestañar ni soportarlo, los ojos perdieron movimiento. Sin pensar, la cara se le llenó de agua, el cuarto y sus tuberías rotas lo inundaron todo y la lluvia de afuera era una excusa. Los gatos aparecieron en su mandíbula abierta, alrededor de los colmillos; y así fue, todos pudimos verlo, Samantha masticándolos y reventándoles las tripas y con lágrimas y el crac de los huesos.
Óyelo con atención. Lo que se escuchó ahí fue: arriba, la última respiración de Stella sobre la torre; y más abajo, asfixiándose, el crujido y el mutismo de Samantha sobre el piso, la transparencia del agua y su inocencia.